Aqua alta Page 14
– ¿Recuerda la exposición de China que se celebró hace unos años?
Carrara emitió un gruñido de asentimiento.
– Varias de las piezas que iban en la expedición de vuelta a China eran copias.
Por la línea llegó claramente el silbido de Carrara, que tanto podía ser de sorpresa como de admiración por semejante hazaña.
– Y, al parecer, Semenzato era socio comanditario de un par de negocios de antigüedades, uno de aquí y otro de Milán -prosiguió Brunetti.
– ¿Quién es el dueño?
– Francesco Murino. ¿Lo conoce?
El tono de Carrara era lento y comedido.
– Sólo como conocíamos a Semenzato, extraoficialmente. Pero nos hemos tropezado con su nombre más de una vez y más de dos.
– ¿Algo en concreto?
– Nada. Por lo visto, sabe cubrirse bien. -Se hizo una larga pausa y entonces Carrara agregó, en una voz repentinamente más seria-: O alguien más lo cubre.
– ¿Ésas tenemos? -preguntó Brunetti. Aquella respuesta podía significar cualquier cosa: una rama del Gobierno, la Mafia, un Gobierno extranjero, incluso la Iglesia.
– Sí. Ninguna de las pistas conduce a ningún sitio. Oyes un nombre y luego dejas de oírlo. La brigada de Delitos Económicos le ha hecho tres inspecciones en los dos últimos años, y está limpio.
– ¿Se ha asociado su nombre al de Semenzato?
– Aquí, no. ¿Qué más tenemos?
– ¿Conoce a la dottoressa Lynch?
– L'americana? -preguntó Carrara.
– Sí.
– Naturalmente que sé quién es. Al fin y al cabo, estoy licenciado en Historia del Arte, Guido.
– ¿Tan conocida es?
– Su libro sobre arte chino es el mejor que se ha escrito. Sigue en China, ¿verdad?
– No; está aquí.
– ¿En Venecia? ¿Y qué hace ahí?
Lo mismo se había preguntado Brunetti. La respuesta que se había dado era que estaba tratando de decidir entre regresar a China, quedarse junto a su amante y, ahora, descubrir si su anterior amante había sido asesinada.
– Vino para hablar con Semenzato acerca de las piezas que se enviaron a China. La semana pasada, dos gorilas le dieron una paliza. Le hicieron una fisura en la mandíbula y le fracturaron varias costillas. Apareció en los periódicos.
Otra vez sonó el silbido de Carrara, pero ahora consiguió transmitir compasión.
– Aquí no hablaron de ello.
– Su ayudante, una japonesa que vino para supervisar la devolución de las piezas a China, murió allí de accidente.
– Freud dice no sé dónde que los accidentes no existen, ¿verdad?
– No sé si Freud incluía a China cuando dijo eso, pero no parece que fuera un accidente, desde luego.
El gruñido de Carrara podía significar cualquier cosa. Brunetti optó por interpretarlo como una afirmación y dijo:
– Mañana por la mañana hablaré con la dottoressa Lynch.
– ¿Por qué?
– Quiero convencerla para que salga de la ciudad una temporada y quiero saber más cosas acerca de las piezas sustituidas. Qué eran, si tienen valor en el mercado…
– Claro que tienen valor en el mercado -le interrumpió Carrara.
– Sí, eso ya lo imagino, Giulio. Pero quiero tener una idea de cuál pueda ser ese valor y de si podrían venderse abiertamente.
– Perdón. No entendí a qué se refería, Guido. -Su pausa podía interpretarse como una disculpa, y agregó-: Si viene de una excavación de China, puedes pedir lo que quieras.
– ¿Tanto valor tiene?
– Tanto valor. Pero, ¿qué desea saber concretamente?
– Primero, dónde y cómo se hicieron las copias.
Carrara le interrumpió otra vez.
– Italia está llena de talleres que se dedican a hacer copias, Guido. Copias de todo: estatuas griegas, joyas etruscas, alfarería Ming, pinturas renacentistas. Usted diga qué quiere y saldrá un artesano italiano que le hará una copia que engañará a los especialistas.
– ¿Pero no tienen ustedes toda clase de medios para detectarlas? La prueba del carbono 14 y esas cosas.
Carrara se rió.
– Hable con la dottoressa Lynch, Guido. Le dedica un capítulo de su libro. Estoy seguro de que puede decirle cosas que le mantendrán despierto en las largas noches de invierno. -Brunetti oyó ruido en el otro extremo del hilo, seguido de un silencio, cuando Carrara cubrió el micro con la mano. Al cabo de un momento, el maggiore le decía-: Perdone, Guido, pero acaban de darme una conferencia con Vietnam que hace dos días que estoy tratando de conseguir. Llámeme sí sabe algo. Yo también le llamaré. -Antes de que Brunetti pudiera asentir, Carrara había colgado.
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Totalmente ajeno al calor que hacía en su despacho, Brunetti reflexionaba sobre lo que le había dicho Carrara. Tómese un director de museo, agréguense guardias, sindicatos, un poco de Mafia y el resultado era un cóctel lo bastante fuerte como para dar a la rama antirrobo de obras de arte una buena resaca. Sacó una hoja de papel del cajón y empezó a hacer la lista de la información que necesitaba de Brett. Una descripción completa de las piezas falsificadas. Más información acerca de cómo pudo llevarse a cabo la sustitución y de dónde y cómo se habían hecho las copias. Y necesitaba una descripción detallada de las conversaciones mantenidas y la correspondencia intercambiada con Semenzato.
Interrumpió la escritura y dejó que su pensamiento derivara hacia lo personal: ¿regresaría Brett a China? Al pensar en ella, evocando la imagen de cómo la había visto por última vez, dando un puñetazo en la mesa y saliendo de la sala con un portazo, advirtió una discrepancia que hasta aquel momento se le había escapado. ¿Por qué ella sólo había recibido una paliza mientras Semenzato había sido asesinado? Brunetti no dudaba de que los hombres enviados a su casa sólo llevaban órdenes de hacerle llegar su violenta advertencia para que no acudiera a la cita. Pero, ¿por qué molestarse, si de todos modos iban a matar a Semenzato? ¿La intervención de Flavia había alterado el equilibrio de las cosas o acaso Semenzato, de algún modo, había provocado la violencia que le había costado la vida?
Primero, las cosas prácticas. Llamó a Vianello y le pidió que subiera y que, al pasar por delante del despacho de Patta, rogara a la signorina Elettra que lo acompañara. El informe de la Interpol no había llegado todavía, por lo que pensaba que ya era hora de empezar a indagar por su cuenta. Fue a la ventana y la abrió mientras esperaba que llegaran.
Entraron juntos, minutos después. Vianello abrió la puerta e invitó a la mujer a entrar primero. Cuando ambos estuvieron dentro, Brunetti cerró la ventana y el sargento, el adusto y tosco Vianello, acercó una silla a la mesa de Brunetti y la ofreció a la signorina Elettra. ¿Vianello?
Mientras se sentaba, la signorina Elettra dejó una hoja de papel en la mesa de Brunetti.
– Ha llegado esto de Roma, comisario. -En respuesta a su muda pregunta, agregó-: Han identificado las huellas.
Bajo el membrete de los carabinieri, la carta, que tenía una firma indescifrable, decía que las huellas tomadas del teléfono de Semenzato correspondían a las de Salvatore La Capra, de veintitrés años, residente en Palermo. A pesar de su juventud, La Capra tenía a su espalda un número considerable de arrestos y acusaciones: extorsión, violación, agresión, intento de asesinato y asociación con conocidos miembros de la Mafia. Acusaciones que habían sido retiradas en distintas fases del largo proceso legal que mediaba entre el arresto y el juicio. Tres testigos del caso de extorsión habían desaparecido; la mujer que había presentado la denuncia de violación se había retractado. La única acusación que se había mantenido contra La Capra era por exceso de velocidad, infracción por la que había pagado una multa de cuatrocientas veintidós mil liras. El informe señalaba también que La Capra, que no estaba empleado, vivía con su padre.
Cuando acabó de leer el informe, Brunetti miró a Vianello.
– ¿Ha visto esto?
Vianello asintió.
– ¿Por qué me suena el nombre? -preguntó Brunetti dirigiéndose a los dos.
La signorina Elettra y Vianello empezaron a hablar al mismo tiempo, pero el sargento, al oírla, se interrumpió y le cedió la palabra con un ademán.
Como ella callara, Brunetti, irritado por tanta ceremonia, azuzó:
– ¿Bueno?
– ¿El arquitecto? -preguntó la signorina Elettra, y Vianello movió la cabeza afirmativamente.
Bastó para refrescar la memoria a Brunetti. Hacía cinco meses, el arquitecto encargado de unas extensas obras de restauración en un palazzo del Gran Canal, había denunciado al propietario del palazzo por amenazas formuladas por el hijo de éste, de recurrir a la violencia si la restauración, que ya había entrado en el octavo mes, sufría más retrasos. El arquitecto había intentado justificarse alegando dificultades en la obtención de los permisos de obra, excusas que el hijo del dueño había rechazado, advirtiéndole que su padre no era hombre que estuviera acostumbrado a que se le hiciera esperar y que quienes incomodaban a su padre o a él mismo solían pasarlo mal. Al día siguiente, y antes de que la policía hubiera tenido tiempo de actuar, el arquitecto volvió a presentarse en la questura para decir que todo había sido un malentendido y que en realidad no habían mediado amenazas. Los cargos se habían retirado, pero se redactó el informe de la denuncia, que habían leído los tres, por lo que ahora recordaban que ésta había sido hecha contra Salvatore La Capra.
– Creo que deberíamos ver si el signorino La Capra o su padre están en casa -propuso Brunetti-. Y usted, signorina, haga el favor de mirar si encuentra algo sobre el padre. Si no tiene otra cosa que hacer, desde luego.
– No, dottore. Ya está hecha la reserva para la cena del vicequestore, de modo que puedo ponerme con esto inmediatamente. -Con una sonrisa, ella se levantó y Vianello, como una sombra, fue hasta la puerta delante de ella, la sostuvo abierta mientras ella salía y luego volvió a su silla.
– He hablado con la esposa, comisario. Bueno, con la viuda.
– Sí, he leído su informe. Era muy corto.
– La visita fue corta, comisario -dijo Vianello con voz opaca-. No había mucho que decir. La mujer estaba muy apenada, casi no podía hablar. Le hice unas preguntas, pero ella no paraba de llorar y tuve que dejarlo. No creo que comprendiera por qué estaba yo allí ni por qué le hacía preguntas.
– ¿Era dolor de verdad? -preguntó Brunetti. Los dos policías habían visto mucho dolor de una y otra clase, verdadero y falso, y podían distinguirlo.
– Creo que sí, señor.
– ¿Cómo es ella?
– Unos cuarenta años, diez menos que él. Sin hijos, por lo que él era todo lo que tenía, no creo que esa mujer encajara muy bien aquí.
– ¿Por qué no? -preguntó Brunetti.
– Semenzato era veneciano pero ella es del Sur. De Sicilia. Nunca le ha gustado esto. Dijo que, cuando acabara todo esto, quería volver a su tierra.
Brunetti se preguntó cuántos hilos de esta trama apuntarían hacia el Sur. Desde luego, el lugar de procedencia de la mujer no lo autorizaba a considerarla sospechosa de asociación con malhechores. Mientras se hacía esta exhortación, dijo:
– Que le intervengan el teléfono.
– ¿De la signora Semenzato? -La sorpresa de Vianello era audible.
– ¿Y de quién estamos hablando, Vianello?
– ¡Si acabo de hablar con ella y casi no se tiene en pie! No finge, comisario, estoy seguro.
– No se pone en duda su dolor, Vianello. Lo que está en entredicho es la integridad de su marido. -Brunetti también sentía curiosidad por lo que la viuda supiera de las actividades de su marido, pero, en vista de la insólita tesitura galante adoptada por Vianello, creyó preferible callar.
Vianello aún objetó:
– No obstante…
– ¿Qué hay del personal del museo? -cortó Brunetti.
Vianello se dejó conducir al redil.
– Parece ser que apreciaban a Semenzato. Era competente, se llevaba bien con los sindicatos y solía delegar mucha responsabilidad, por lo menos, en la medida en que el Ministerio se lo permitía.
– ¿Qué quiere decir?
– Que dejaba que los conservadores decidieran qué cuadros tenían que someterse a restauración, qué técnicas había que emplear, cuándo había que llamar a especialistas del exterior. Por lo que he podido deducir, el que ocupó el cargo antes que él se empeñaba en controlarlo todo y eso hacía que los asuntos se retrasaran, ya que él se empeñaba en conocer hasta el último detalle. La mayoría preferían a Semenzato.
– ¿Alguna cosa más?
– Volví al ala del edificio en la que estaba el despacho de Semenzato y eché un vistazo con luz de día. En el pasillo hay una puerta que comunica con el ala izquierda, pero está condenada. Y desde el tejado, imposible descolgarse. Así que tuvieron que subir por la escalera.
– Pasando por delante de la oficina de los guardias -Brunetti terminó por él.
– Y también al salir -agregó Vianello sin indulgencia.
– ¿Qué ponían aquella noche en televisión?
– Repetición de Golpo Grosso -respondió Vianello con una prontitud que hizo que Brunetti se preguntara si el sargento no habría estado aquella noche en su casa, al igual que media Italia, viendo cómo semifamosas se desnudaban poco a poco ante los alaridos del público del estudio. Probablemente, si los pechos eran lo bastante grandes, los ladrones hubieran podido llevarse hasta la Basílica de la Piazza sin que nadie se enterara hasta la mañana siguiente.
Parecía un buen momento para cambiar de tema.
– Está bien, Vianello, vea qué puede hacer para que alguien se encargue de ese teléfono. -La frase no podía ser considerada terminante; ni el tono, de despedida. Por lo menos, no del todo.
De común acuerdo, la conversación se dio por terminada. Vianello se puso en pie. Se veía que no estaba de acuerdo con esta nueva invasión del dolor de la viuda Semenzato, pero aceptaba el encargo.
– ¿Nada más, comisario?
– Nada más. -Normalmente, Brunetti hubiera pedido ser informado cuando hubiera sido intervenido el teléfono, pero en este caso prefirió dejarlo al criterio de Vianello. El sargento movió la silla unos centímetros hacia adelante, para centrarla frente a la mesa de Brunetti, alzó la mano en un vago saludo y salió del despacho sin más palabras. Brunetti se dijo que ya era suficiente tener que tratar con una prima donna en Cannaregio. No necesitaba otra en la questura.
15
Brunetti salió de la questura quince minutos después llevando las botas y el paraguas. Cortó hacia la izquierda en dirección a Rialto, pero luego torció a la derecha, otra vez a la izquierda y al poco cruzaba el puente que conduce a campo Santa Maria Formosa. Frente a él, al otro lado del campo, se levantaba el palazzo Priuli abandonado desde que él pudiera recordar, plato fuerte de un envenenado litigio sobre un testamento impugnado. Mientras herederos y presuntos herederos se disputaban su propiedad, el palazzo se entregaba con aplicación y perseverancia a su labor de deterioro, indiferente a herederos, reclamaciones y legalidad. Largos churretes de herrumbre bajaban por las paredes de piedra desde las rejas que trataban de impedir la entrada a los intrusos, y el tejado se descoyuntaba formando protuberancias y hendiduras y abriendo aquí y allá grietas por las que el sol se colaba a curiosear en el desván cerrado desde hacía años. El Brunetti romántico había imaginado muchas veces que el palazzo Priuli sería el lugar ideal para recluir a una tía loca, a una esposa rebelde o a una heredera recalcitrante, mientras que su yo más pragmático y veneciano lo consideraba un inmueble muy apetecible y contemplaba sus ventanas dividiendo el espacio interior en apartamentos, oficinas y estudios.
Tenía la vaga idea de que la tienda de Murino se hallaba en el lado norte, entre una pizzería y una tienda de máscaras. La pizzería estaba cerrada, en espera de la vuelta de los turistas, pero tanto la tienda de máscaras como la de antigüedades estaban abiertas y sus luces brillaban entre la lluvia invernal.
Cuando Brunetti empujó la puerta de la t
ienda, sonó una campanilla en una habitación situada más allá de un par de cortinas de terciopelo adamascado colgadas de un arco que conducía al interior. La sala tenía el brillo discreto de la riqueza, una riqueza antigua y sólida. Sorprendentemente, eran pocas las piezas expuestas, pero cada una exigía la plena atención del visitante. Al fondo había un aparador de nogal que relucía merced a siglos de cuidados, con cinco cajones en el lado izquierdo. A mano derecha de Brunetti se extendía una larga mesa de roble, procedente sin duda del refectorio de algún convento. También a la mesa se le había sacado brillo, aunque sin tratar de disimular las muescas y otras señales debidas a un largo uso. A sus pies yacían dos leones de mármol que abrían las fauces con una amenaza que quizá en tiempos fuera intimidatoria. Pero el tiempo había desgastado los dientes y suavizado los rasgos, y ahora parecían encararse a sus enemigos con lo que más que un rugido era un bostezo.
– C'è qualcuno? -gritó Brunetti hacia el fondo de la tienda. Miró al suelo y observó que su paraguas había dejado ya un gran charco en el parquet de la tienda. El signor Murino debía de ser un optimista, además de forastero, para haber puesto parquet en una zona de la ciudad tan baja como ésta. La primera acqua alta grave inundaría la tienda estropeando la madera y llevándose la cola y el barniz cuando bajara la marea.
– Buon giorno? -volvió a gritar dando unos pasos hacia el arco y dejando un rastro de gotas en el suelo.
Una mano apareció entre las cortinas y apartó una de ellas. El hombre que salió a la tienda era el mismo al que Brunetti recordaba haber visto en la ciudad y que alguien -ya no recordaba quién- le había dicho que era el anticuario de Santa Maria Formosa. Murino era bajo, como muchos meridionales y su pelo negro, rizado y lustroso, formaba una corona que le rozaba el cuello de la camisa. Tenía la tez oscura y tersa y las facciones pequeñas y regulares. Lo que desconcertaba en este prototipo de belleza mediterránea eran los ojos, de un verde claro y opalino. Aunque tamizados por los cristales redondos de unas gafas con montura de oro y sombreados por unas pestañas tan largas como negras, aquellos ojos eran el rasgo dominante de su cara. Los franceses -Brunetti lo sabía- habían conquistado Nápoles hacía siglos, pero la reliquia más corriente de su larga ocupación era el pelo rojo que a veces se veía en la ciudad, no estos claros ojos nórdicos.