Free Novel Read

Aqua alta Page 13


  – ¿Sí, comisario? -dijo, cuando él se identificó.

  – ¿Ha sabido algo de Heinegger o de sus amigos del banco?

  – Esta tarde lo sabré.

  – Bien. Mientras tanto, le agradeceré que mire si puede encontrar en los archivos el nombre de un capitán de la sección antirrobo de obras de arte de Roma. Giulio nosecuántos. Nos escribimos hará unos cuatro años, quizá cinco, sobre un robo que se cometió en San Giacomo dell'Orio.

  – ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar archivado, comisario?

  – O en mi nombre, ya que yo redacté el informe original, o en el nombre de la iglesia o, quizá, en robo de obras de arte. -Reflexionó un momento y agregó-: Compruebe la ficha de un tal Sandro… es decir, Alessandro Benelli con dirección en San Lio. Creo que aún estará en la cárcel, pero quizá se mencione el nombre del capitán. Si mal no recuerdo, declaró en el juicio.

  – Sí, señor. ¿Lo quiere para hoy?

  – Sí, signorina, si es posible.

  – Bajaré al archivo ahora mismo. Quizá encuentre algo antes del almuerzo.

  El optimismo de la juventud.

  – Gracias, signorina -dijo Brunetti y colgó. En el mismo instante, sonó el teléfono. Era Lele.

  – No podía hablar, Guido. Tenía en la galería a alguien que quizá pueda serte útil en esto.

  – ¿Quién es? -Como Lele no contestara, Brunetti se apresuró a pedir disculpas, al recordar que lo que él necesitaba era la información, no la fuente-. Perdona, Lele. Olvida que te he preguntado eso. ¿Qué te ha dicho?

  – Al parecer, el dottor Semenzato era un hombre muy ocupado. Además de director del museo, era socio de dos tiendas de antigüedades, una de aquí y otra de Milán. El hombre con el que yo hablaba trabaja en una de las tiendas.

  Brunetti resistió la tentación de preguntar en cuál y guardó silencio, sabiendo que Lele le diría lo que considerase necesario.

  – Parece ser que el dueño de estas tiendas, no Semenzato sino el dueño oficial, tiene acceso a piezas que no llegan a mostrarse en las tiendas. Esta persona me ha dicho que en dos ocasiones se desembalaron por error piezas que se habían recibido en la tienda y que, en cuanto el dueño las vio, las hizo volver a embalar diciendo que eran para su colección particular.

  – ¿Te ha dicho qué piezas eran?

  – Una era un bronce chino y la otra, una cerámica preislámica. Me ha dicho también, y creo que esto puede interesarte, que estaba casi seguro de haber visto una foto de la cerámica en un artículo sobre las piezas que se llevaron del museo de Kuwait.

  – ¿Cuándo ocurrió eso?

  – La primera vez fue hace un año y la segunda, hará unos tres meses -respondió Lele.

  – ¿Te ha dicho algo más?

  – Que varios clientes de su tienda tienen acceso a la colección privada.

  – ¿Y él cómo lo sabe?

  – A veces, hablando con estos clientes, el dueño se refería a piezas que tenía pero que no estaban en la tienda. O llamaba por teléfono a un cliente y le decía que tal día recibiría tal o cual pieza, pero esas piezas no pasaban por la tienda. Sin embargo, después parecía que se había hecho la venta.

  – ¿Por qué te ha contado eso, Lele? -preguntó Brunetti, aunque comprendía que no debía preguntar.

  – Hace años trabajamos juntos en Londres, y le hice varios favores.

  – ¿Y cómo se te ha ocurrido preguntarle precisamente a él?

  Lele, en lugar de ofenderse, se rió.

  – Oh, verás, pregunté por ahí por Semenzato y me dijeron que hablase con mi amigo.

  – Gracias, Lele, -Brunetti, al igual que todos los italianos, sabía que la trama sutil de los favores personales envuelve todo el sistema social. Todo parece casual: alguien habla con un amigo, luego cambia impresiones con un primo, y la información va circulando. Y esta información modifica el saldo entre el Debe y el Haber. Antes o después, los favores se pagan y las deudas se cobran.

  – ¿Quién es el dueño de las tiendas?

  – Francesco Murino, un napolitano. Tuve tratos con él hace años cuando abrió la tienda de aquí, y es un vero figlio di puttana. Si aquí se hace algún negocio sucio, seguro que él mete mano.

  – ¿Es el de la tienda de Santa Maria Formosa?

  – Sí, ¿lo conoces?

  – Sólo de vista. Que yo sepa, nunca ha tenido problemas con la policía.

  – Guido, ya te he dicho que es napolitano. Claro que no ha tenido problemas, pero eso no significa que no sea una víbora. -El énfasis que Lele puso en sus palabras despertó la curiosidad de Brunetti acerca de los tratos que pudiera haber tenido con Murino.

  – ¿Nadie ha dicho nada más de Semenzato?

  Lele resopló con impaciencia.

  – Ya sabes lo que ocurre cuando alguien se muere. Nadie quiere decir la verdad.

  – Sí; lo mismo me ha dicho otra persona esta mañana.

  – ¿Qué más te ha dicho esa persona? -preguntó Lele con lo que parecía auténtica curiosidad.

  – Que espere un par de semanas, porque entonces la gente empezará a decir la verdad otra vez.

  Lele soltó una carcajada tan fuerte que Brunetti tuvo que apartar el auricular del oído hasta que su amigo acabó de reír.

  – Cuánta razón tiene -dijo entonces Lele-. Aunque no creo que tarden tanto.

  – ¿Quieres decir con eso que hay más cosas que decir de él?

  – No, Guido; no quiero inducirte a error, pero a un par de personas no ha parecido sorprenderles mucho que muriera de este modo. -Como Brunetti no preguntara, Lele explicó-: Al parecer, tenía tratos con gente del Sur.

  – ¿Es que ahora se interesan por el arte? -dijo Brunetti.

  – Sí; por lo visto ya no tienen bastante con las drogas y las prostitutas.

  – Creo que vale más que de ahora en adelante doblemos la vigilancia en los museos.

  – Guido, ¿a quién crees que compran los cuadros?

  ¿Sería esto otro salto cualitativo: la Mafia, competidora de Sotheby's?

  – Lele, ¿son de fiar esas personas con las que has hablado?

  – Puedes creer lo que dicen, Guido.

  – Gracias, Lele. Si sabes algo más, dímelo, por favor.

  – Descuida. Guido, si en esto están implicados los caballeros del Sur, vale más que tengas cuidado, ¿de acuerdo? -Una señal del poder que la Mafia empezaba a adquirir aquí, en el Norte, era la de que la gente era reacia a pronunciar su nombre.

  – Naturalmente, Lele, y gracias otra vez.

  – Lo digo en serio -insistió Lele antes de colgar.

  Brunetti colgó a su vez y, casi sin pensar, cruzó el despacho y abrió la ventana para que entrara aire frío. Los trabajos de la fachada de la iglesia de San Lorenzo que quedaba enfrente, habían sido interrumpidos durante el invierno, y el andamiaje estaba desierto. Uno de los grandes plásticos que lo cubrían se había desgarrado y, a pesar de la distancia, Brunetti lo oía restallar ásperamente sacudido por el viento. Sobre la iglesia navegaban oscuras nubes que venían del Sur y que, seguramente, traían más lluvia para la tarde.

  Brunetti miró el reloj. No había tiempo para visitar al signor Murino antes del almuerzo, pero aquella tarde pasaría por la tienda, a ver cuál era su reacción ante la visita de un comisario de policía. La Mafia. Obras de arte robadas. Sabía que más de la mitad de los museos del país estaban casi permanentemente cerrados, pero nunca se había detenido a pensar lo que esto podía significar por lo que se refería a hurto, robo y, en el caso de las piezas de la exposición de China, sustitución. Los vigilantes estaban mal pagados y, sin embargo, sus sindicatos eran fuertes y se oponían a que se permitiera trabajar en los museos a guardias voluntarios. Recordaba haber oído años atrás la sugerencia de que se permitiera servir como guardias voluntarios de los museos a los jóvenes que optaban por dos años de servicio social en lugar del año y medio de servicio militar. La idea ni llegó a debatirse en el Senado.

  Suponiendo que Semenzato hubiera intervenido en la sustitución de piezas auténticas por falsas, ¿quién me
jor situado que un anticuario para vender los originales? Él disponía de la clientela y también de los conocimientos necesarios para hacer una valoración exacta y, por otra parte, si ello era necesario, sabría cómo hacer la entrega de las piezas sin la interferencia de la policía y del departamento financiero de la comisión de Bellas Artes. Hacer entrar y salir del país obras de arte era juego de niños. Bastaba una mirada al mapa de Italia para ver lo permeables que eran las fronteras. Miles de kilómetros de bahías, calas, ensenadas y playas. Además, para los bien organizados o bien relacionados, estaban los puertos y los aeropuertos por los que cualquier cosa podía pasar impunemente. No eran sólo los que guardaban los museos los que estaban mal pagados.

  Un golpe en la puerta interrumpió sus reflexiones.

  – Avanti -gritó cerrando la ventana. Hora de volver a asarse.

  Entró la signorina Elettra, con un bloc en una mano y una carpeta en la otra.

  – En esta carpeta he encontrado el apellido del capitán. Es Carrara, Giulio Carrara. Sigue en Roma pero el año pasado fue ascendido a maggiore.

  – ¿Cómo lo ha averiguado, signorina?

  – He llamado a su despacho en Roma y he hablado con su secretaria. Le he dicho que le avise de que usted le llamará esta tarde. Ya había salido a almorzar y no volverá hasta las tres y media. -Brunetti sabía lo que en Roma podía significar las tres y media.

  Como si hubiera expresado su pensamiento en voz alta, la signorina Elettra dijo:

  – Le he preguntado y ella me ha dicho que realmente regresa a las tres y media, así que estoy segura de que puede llamarle.

  – Gracias, signorina -dijo y una vez más dio gracias en silencio de que esta maravilla pudiera resistir incólume el diario asalto de las intemperancias de Patta-. ¿Puedo preguntarle cómo ha conseguido encontrar el nombre tan pronto?

  – Oh, hace meses que trato de familiarizarme con los archivos. He hecho varios cambios porque el sistema actual no tiene lógica. Espero que nadie se moleste.

  – No lo creo. Nadie ha podido encontrar nunca nada en ese archivo, de modo que cualquier cambio tiene que ser para mejorar. Además, se supone que todo está pasado al sistema informático.

  Ella lo miró con la expresión del que ha pasado algún tiempo en medio de las fichas acumuladas, y Brunetti tomó nota de no repetir esta observación. La joven puso la carpeta encima de la mesa. Él observó que hoy llevaba un vestido de lana negra con un atrevido cinturón rojo ceñido a la fina cintura. La joven sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

  – ¿Siempre hace aquí tanto calor, comisario? -preguntó.

  – No, signorina, es algo que ocurre durante unas semanas a partir de primeros de febrero. Generalmente, termina antes de fin de mes. No afecta su despacho.

  – ¿Es el scirocco? -La pregunta era lógica. Si el viento cálido de África traía el acqua alta, también podía traer temperatura alta al despacho.

  – No, signorina. Es el sistema de calefacción. Nadie ha podido descubrir la causa. Ya se acostumbrará. De todos modos, antes de fin de mes habrá pasado.

  – Así lo espero -dijo ella volviendo a enjugarse la frente-. Si no desea nada más, me iré a almorzar.

  Brunetti miró el reloj y vio que era casi la una.

  – Llévese un paraguas -dijo-. Parece que volverá a llover.

  Brunetti fue a almorzar a casa con su familia, y Paola cumplió su promesa de no contar a Raffi lo que había pensado su padre al ver las jeringuillas en su habitación. Pero, a cambio de su silencio, obtuvo de Brunetti la firme promesa de que no sólo la ayudaría a sacar la mesa a la terraza a la primera señal de buen tiempo sino que también manejaría las jeringuillas para inyectar el insecticida en los múltiples agujeros hechos por las carcomas en las patas del mueble para hibernar en ellos.

  Después del almuerzo, Raffi se encerró en su cuarto, diciendo que tenía que hacer deberes de griego, concretamente, traducir diez páginas de Homero para el día siguiente. Dos años antes, cuando se consideraba un anarquista, se encerraba en su cuarto para elucubrar sombríamente sobre los males del capitalismo y quién sabe si precipitar con ello su caída. Pero este año había encontrado no sólo novia sino también, al parecer, el afán de ser admitido en la universidad. En cualquier caso, seguía desapareciendo de la mesa inmediatamente después de la comida, de lo que Brunetti deducía que su deseo de soledad obedecía más a un imperativo de la adolescencia que a una orientación política.

  Paola formuló veladas amenazas a Chiara si no la ayudaba a fregar los cacharros, y mientras ellas dos trajinaban Brunetti se asomó a la cocina para decirles que se iba a trabajar.

  Cuando salió a la calle, ya había empezado a caer la lluvia que había estado amenazando toda la mañana, todavía era fina pero tenía trazas de arreciar. Abrió el paraguas y torció por Rugetta, camino del puente de Rialto. A los pocos minutos, se felicitó de haberse acordado de ponerse las botas, porque en el suelo se habían formado grandes charcos que invitaban a chapotear. Cuando hubo cruzado el puente, la lluvia arreció, y Brunetti llegó a la questura con los pantalones empapados de la pantorrilla a la rodilla, por encima de lo que protegían las botas.

  En el despacho, se quitó la chaqueta y pensó que ojalá pudiera quitarse también los pantalones y colgarlos encima del radiador: allí se secarían en dos minutos. Pero se limitó a dejar la ventana abierta para enfriar el despacho y luego se sentó a la mesa, marcó el número de la centralita y pidió que le pusieran con la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma. Cuando consiguió comunicación, dio su nombre y preguntó por el maggiore Carrara.

  – Buon giorno, comisario.

  – Enhorabuena, maggiore.

  – Gracias, ya era hora.

  – Todavía es muy joven. Le sobra tiempo para llegar a general.

  – Cuando yo llegue a general, en los museos de este país no quedará ni un solo cuadro. -La risa de Carrara, cuando al fin llegó, se había producido con la demora suficiente como para que Brunetti se quedara con la duda de si el comentario era realmente una broma.

  – Por eso le llamo, Giulio.

  – ¿Por cuadros?

  – No sé si cuadros, en cualquier caso, museos.

  – ¿De qué se trata? -preguntó Carrara con aquella viva curiosidad que, según recordaba Brunetti, sentía el romano por su trabajo.

  – Tenemos un caso de asesinato.

  – Sí, lo sé, Semenzato, en el palazzo Ducale. -La voz era neutra.

  – ¿Sabe algo de él, Giulio?

  – ¿Oficial o extraoficialmente?

  – Oficialmente.

  – No sé nada. Nada de nada. Absolutamente nada. -Adelantándose a Brunetti, Carrara interrumpió su propia letanía para preguntar-: ¿Es suficiente para pasar a la pregunta siguiente, Guido?

  – Está bien -sonrió Brunetti-. ¿Y extraoficialmente?

  – Es curioso que me haga esa pregunta. En realidad, tengo encima de la mesa una nota para llamarle. No sabía que llevaba usted el caso hasta que leí su nombre en el periódico esta mañana, y pensé en llamarle para hacerle varias sugerencias. Y de paso pedirle un par de favores. Creo que hay varias cosas que nos interesan a ambos.

  – ¿Como por ejemplo?

  – Sus cuentas bancarias.

  – ¿Las de Semenzato?

  – ¿No estábamos hablando de él?

  – Lo siento Giulio, pero durante todo el día se me ha estado repitiendo que no se debe hablar mal de los muertos.

  – Si no podemos hablar mal de los muertos, ¿de quién vamos a hablar mal? -preguntó Carrara con sorprendente sensatez.

  – Ya tengo a una persona trabajando en eso. Mañana deberíamos disponer de las cuentas. ¿Algo más?

  – Me gustaría echar una ojeada a la lista de sus llamadas de larga distancia, tanto desde su domicilio como desde su despacho del museo. ¿Cree que podrá conseguirlas?

  – ¿Todavía hablamos extraoficialmente?

  – Sí.

  – Las tendrá.

  – Bien.

  – ¿Algo más?

  – ¿Y
a ha hablado con la viuda?

  – No; personalmente, no. Habló con ella uno de mis hombres. ¿Por qué?

  – Quizá ella sepa qué viajes hizo su marido durante los últimos meses.

  – ¿Por qué le interesa eso? -preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.

  – No existe una razón especial, Guido. Pero nos gusta saber eso cuando el nombre de una persona nos ha saltado a la vista más de una vez.

  – ¿Y ha sido así en este caso?

  – Sí.

  – ¿Con qué motivo?

  – Ninguno en concreto, a decir verdad. -Carrara parecía pesaroso por no poder concretar una acusación-. Dos hombres a los que arrestamos en el aeropuerto hace más de un año con figuras de jade chinas dijeron que habían oído mencionar su nombre en una conversación. Eran simples correos; no sabían prácticamente nada; ni siquiera el valor de lo que transportaban.

  – ¿Y era? -preguntó Brunetti.

  – Miles de millones de liras. Las figuras procedían del Museo Nacional de Taiwan, del que habían desaparecido tres años antes, nadie sabía cómo.

  – ¿Eran esas figuras lo único que había desaparecido?

  – No; pero son lo único que se ha recuperado. Hasta el momento.

  – ¿En qué otra ocasión oyó mencionar su nombre?

  – Se lo oí a uno de los pequeños delincuentes a los que aquí tenemos colgados de un hilo. En cualquier momento podríamos encerrarlo por drogas y allanamiento pero lo dejamos libre a cambio de la información que nos pasa de vez en cuando. Nos dijo que había oído mencionar el nombre de Semenzato durante una conversación telefónica de uno de los hombres a los que él vende cosas.

  – ¿Cosas robadas?

  – Naturalmente. No tiene nada más que vender.

  – ¿Y ese hombre hablaba con Semenzato o de Semenzato?

  – Hablaba de él.

  – ¿Le dijo qué había oído?

  – El que hablaba sólo dijo a la otra persona que debía tratar de ponerse en contacto con Semenzato. En un principio, la referencia no parecía incriminatoria. Al fin y al cabo, se trataba de un director de museo. Pero después atrapamos a los dos hombres en el aeropuerto y ahora Semenzato aparece muerto en su despacho. Así que pensé que había llegado el momento de hablar de eso con usted. -Carrara hizo una pausa lo bastante larga como para señalar que él ya no tenía nada más que ofrecer y que había llegado el momento de ver lo que podía conseguir-. ¿Qué han podido averiguar ustedes sobre él?