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– Mañana se lo preguntaré.
– Mientras tanto, veré qué hay sobre gorilas de Mestre -dijo Vianello. Con un gruñido, se puso en pie y salió del despacho.
Brunetti echó la silla hacia atrás, abrió el cajón de abajo de la mesa con la puntera del zapato y apoyó en él los pies cruzados. Haciendo bascular la silla sobre las patas de atrás cruzó los dedos en la nuca y se volvió a mirar por la ventana. Desde este ángulo, no era visible la fachada de San Lorenzo, pero se veía un trozo de cielo invernal y nublado de una monotonía propicia a la reflexión.
Ella había hablado de las cerámicas de la exposición, y ésta sólo podía ser la exposición que ella había ayudado a organizar cuatro o cinco años antes, la primera vez que el público occidental había podido contemplar las maravillas que se estaban excavando en China. Por cierto, él la creía todavía en China.
Le sorprendió ver su nombre en el parte de la policía aquella mañana y le horrorizó encontrarla en el hospital en aquel estado. ¿Cuánto hacía que había vuelto? ¿Cuánto pensaba quedarse? ¿Y qué la había traído a Venecia? Flavia Petrelli podría responder a algunas de estas preguntas; quizá la propia Flavia fuera la respuesta a una de ellas. Pero estas preguntas podían esperar; por el momento, estaba más interesado en el dottor Semenzato.
Dejó caer la silla hacia adelante con un golpe seco, alargó la mano hacia el teléfono y marcó un número de memoria.
– Pronto -contestó una voz grave y familiar.
– Ciao, Lele -saludó Brunetti-. ¿Cómo no has salido a pintar?
– Ciao, Guido, come stai? -Sin esperar la respuesta, dijo-: Hoy no hay suficiente luz. Esta mañana he ido al Zattere y he vuelto sin hacer nada. Es una luz mate, muerta. Así que he venido a casa a preparar el almuerzo para Claudia.
– ¿Cómo está?
– Bien, muy bien. ¿Y Paola?
– Perfectamente, lo mismo que los niños. Oye, Lele, ¿tienes un rato libre esta tarde? Me gustaría hablar contigo.
– Hablar hablar o hablar de policía.
– Hablar de policía, me temo. O así lo creo.
– Estaré en la galería desde las tres hasta eso de las cinco, pásate por allí, si quieres. -Brunetti oyó un siseo de fondo y luego-: Puttana Eva. Guido -dijo Lele-, tengo que colgar. Se está saliendo la pasta. -Brunetti casi no tuvo tiempo de despedirse antes de que se cortara la comunicación.
Si alguien sabía algo acerca de Semenzato, ése tenía que ser Lele. Gabriele Cossato, pintor, anticuario y amante de la belleza, era parte tan intrínseca de Venecia como los cuatro moros plasmados en eterna confabulación a la derecha de la basílica de San Marcos. Que Brunetti recordara, Lele había existido siempre, y Lele siempre había pintado. Cuando Brunetti evocaba su niñez, allí estaba Lele, amigo de su padre, y las historias que se contaban de Lele, incluso a él, porque siendo chico se suponía que tenía que comprender estas cosas, historias de Lele y sus mujeres, la inacabable serie de donne, signore, ragazze con las que el pintor se presentaba a la mesa de los Brunetti. Aquellas mujeres ya habían pasado a la historia hacía muchos años, se las había borrado del recuerdo el amor a su esposa, pero su pasión por la belleza de la ciudad subsistía, lo mismo que su íntima familiaridad con el mundo del arte y todo lo que a éste se refería: anticuarios, marchantes, museos y galerías.
Brunetti decidió almorzar en casa y desde allí ir directamente a ver a Lele. Pero entonces recordó que era martes y que, por consiguiente, Paola almorzaría con los miembros de su departamento de la universidad y, por consiguiente, los niños estarían en casa de los abuelos, lo que significaba que él tendría que prepararse el almuerzo y comerlo solo. Para evitarlo, fue a una trattoria cercana y durante toda la comida estuvo tratando de adivinar qué podía haber en una entrevista entre una arqueóloga y un director de museo que fuera tan importante como para que alguien quisiera impedirla por medios tan violentos.
Poco después de las tres, cruzó el puente de Accademia y cortó por la izquierda hacia campo San Vio y, más allá, la galería de Lele. Cuando llegó Brunetti, el pintor estaba encaramado a una escalera de mano, con una linterna en una mano y unas pinzas eléctricas en la otra, revolviendo en lo que parecía una masa de espagueti y eran cables eléctricos alojados detrás de un panel de madera, encima de la puerta que conducía al almacén. Brunetti estaba tan acostumbrado a ver a Lele con sus trajes de rayitas estilo diplomático, que ni en lo alto de una escalera le pareció una figura incongruente. Lele, mirándolo desde las alturas, saludó:
– Ciao, Guido. Un minuto, mientras empalmo esto. -Dejó la linterna en lo alto de la escalera, peló el plástico de un cable que retorció alrededor de otro cable, sacó un grueso rollo de cinta negra del bolsillo de atrás y envolvió con ella ambos cables. Con un extremo de las pinzas empujó el cable introduciéndolo entre los otros que discurrían en paralelo a él. Entonces dijo a Brunetti-: Guido, ve al almacén y da la corriente.
Brunetti, obediente, entró en el gran almacén de la derecha y se quedó un momento en la puerta, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad del interior.
– A la izquierda -gritó Lele.
Allí, en la pared, estaba el gran cuadro eléctrico. Brunetti bajó la palanca del interruptor principal y el almacén se inundó de luz. Volvió a esperar, ahora para que sus ojos se habituaran a la claridad, y salió a la sala principal de la galería.
Lele ya había bajado de la escalera y el panel estaba cerrado.
– Sujeta la puerta -dijo, yendo hacia Brunetti con la escalera. La dejó en el almacén y salió sacudiéndose el polvo de las manos.
– Pantegana -explicó, dando el nombre de la rata en veneciano que, si bien designaba claramente al animal (rata), lo hacía en cierto modo más amigable y doméstico-. Se comen la cubierta de los cables.
– ¿Por qué no les pones veneno?
– Bah -resopló Lele-. Les gusta más el veneno que el plástico. Las engorda. Ya no puedo tener cuadros en el almacén. Se comen la tela. O la madera.
Brunetti miró automáticamente las pinturas colgadas en la galería, vívidas escenas de la ciudad, llenas de luz y de la energía de Lele.
– No; ésos están seguros. Demasiado altos. Pero a veces pienso que un día al llegar me encontraré con que las muy cerdas han traído la escalera y se los han comido todos. -A pesar de que Lele se reía al decirlo era evidente que estaba preocupado. Dejó las pinzas y la cinta en un cajón y se volvió hacia Brunetti-: Bueno, ¿hablamos ya de esas cosas que quizá sean cosas de policías?
– Semenzato, el director del museo y la exposición que se celebró hace años -explicó Brunetti.
Lele se dio por enterado con un gruñido y cruzó la sala hasta situarse debajo de un candelabro de hierro forjado clavado en la pared. Levantó la mano y dobló ligeramente hacia la izquierda uno de los extremos en forma de hoja, dio un paso atrás para ver el efecto y se inclinó hacia adelante para doblarlo un poco más. Ya satisfecho, volvió junto a Brunetti.
– Semenzato lleva en el museo unos ocho años y ha conseguido organizar varias exposiciones internacionales. Eso significa que tiene buenas relaciones con los museos de distintos países, o con sus directores, que conoce a mucha gente en muchos sitios.
– ¿Algo más? -preguntó Brunetti con voz neutra.
– Es un buen administrador. Ha contratado y traído a Venecia a excelentes elementos. Prácticamente robó dos restauradores a Courtauld y ha cambiado el sistema de dar publicidad a las exposiciones.
– Sí, eso ya lo he notado. -A veces, a Brunetti le parecía que Venecia había sido convertida en una prostituta a la que se obligaba a elegir entre distintos clientes: primeramente, se dio a la ciudad la imagen de un pendiente de cristal fenicio, cartel que fue reproducido mil veces y que al poco era sustituido por un retrato del Tiziano que, a su vez, cedió el puesto a Andy Warhol, desbancado éste por un ciervo de plata celta. Y era que los museos cubrían con sus carteles todas las superficies disponibles de la ciudad disputándose la atención y el dinero de los turistas. Brunetti se preguntaba qué vendría después, ¿c
amisetas de Leonardo? No; ésas ya las tenían en Florencia. Había visto suficientes carteles anunciadores de exposiciones de arte como para que el empacho le durase toda una vida.
– ¿Lo conoces? -preguntó Brunetti, pensando que quizá ésta fuera la razón de la insólita objetividad de Lele.
– Nos habremos visto unas cuantas veces.
– ¿Dónde?
– El museo me ha consultado de vez en cuando sobre la autenticidad de piezas de mayólica que les ofrecían.
– ¿Y entonces lo has visto?
– Sí.
– ¿Qué opinión personal tienes de él?
– Me pareció un hombre agradable y competente.
Brunetti ya se había cansado.
– Venga, Lele, esto es extraoficial. Soy yo, Guido, quien pregunta, no el comisario Brunetti. Quiero saber qué piensas de él.
Lele contempló la superficie del escritorio que tenía al lado, retiró un jarro de cerámica unos milímetros a la izquierda, levantó la mirada hacia Brunetti y dijo:
– Creo que sus ojos están en venta.
– ¿Cómo? -preguntó Brunetti, sin entender nada.
– Lo mismo que Berenson. Mira, cuando te conviertes en un especialista en algo, la gente viene a preguntarte si una pieza es o no es auténtica. Y como te has pasado años o quizá toda la vida estudiando la obra de un pintor o de un escultor, si tú dices que una pieza es auténtica, te creen. O que no lo es.
Brunetti asintió. Italia estaba llena de especialistas; algunos de ellos hasta sabían de lo que hablaban.
– ¿Y qué tiene que ver Berenson?
– Parece ser que se vendió. Los galeristas y los coleccionistas particulares le consultaban acerca de la autenticidad de determinadas piezas y a veces las piezas que él había dado por buenas resultaban falsas. -Brunetti fue a preguntar algo, pero Lele lo atajó con un ademán-. No; no hay ni siquiera que preguntar si podía tratarse de errores cometidos de buena fe. Hay pruebas de que cobraba, de que se beneficiaba, sobre todo, de Duveen. Duveen tenía clientes norteamericanos ricos, ya sabes a qué clase de compradores me refiero, personas que no se molestan en documentarse y probablemente ni siquiera tienen gran afición al arte, pero les gusta poseer objetos. Así que Duveen conjugaba la vanidad y el dinero de unos con la reputación de entendido del otro y todos quedaban contentos: los americanos, con unos cuadros de autenticidad presuntamente garantizada; Duveen, con el beneficio de las ventas, y Berenson, con la fama y la comisión.
Brunetti tardó un momento en preguntar:
– ¿Y Semenzato hace eso?
– No estoy seguro. Pero de las cuatro piezas que me trajeron para que les echara una mirada, dos eran imitaciones. -Se quedó pensativo y agregó, a regañadientes-: Eran buenas imitaciones, pero imitaciones.
– ¿Cómo lo supiste?
Lele miró a Brunetti como si éste le hubiera preguntado cómo sabía que una determinada flor era una rosa y no un lirio.
– Mirándolas -dijo simplemente.
– ¿Les convenciste?
Lele sopesó si debía ofenderse por la pregunta o no, pero luego recordó que, al fin y al cabo, Brunetti no era más que un policía.
– Los conservadores decidieron no adquirir las piezas.
– ¿Quién había propuesto la compra? -Pero Brunetti ya conocía la respuesta.
– Semenzato.
– ¿Y quién las vendía?
– Eso no llegamos a saberlo. Semenzato dijo que se trataba de una venta de un particular, que se había dirigido a él un comerciante particular que quería vender las piezas, dos platos supuestamente florentinos del siglo XIV y dos venecianos. Éstos eran auténticos.
– ¿Todos de la misma procedencia?
– Creo que sí.
– ¿Podían ser robados?
Lele reflexionó antes de contestar.
– Quizá. Pero de unas piezas tan importantes, si son auténticas, la gente tiene información. Existe un registro de ventas, y los conocedores de la mayólica suelen estar al corriente de quién posee las mejores piezas y cuándo se venden. Pero no era éste el caso de las piezas florentinas. Eran falsas.
– ¿Cómo reaccionó Semenzato cuando se lo dijiste?
– Oh, dijo que se alegraba mucho de que yo lo hubiera descubierto y evitado que el museo hiciera una adquisición embarazosa. Éstas fueron sus palabras, «una adquisición embarazosa», como si el marchante tuviera perfecto derecho a tratar de vender falsificaciones.
– ¿A él le dijiste eso? -preguntó Brunetti.
Lele se encogió de hombros, un gesto que era compendio de siglos, quizá milenios, de supervivencia.
– No me dio la impresión de que él deseara oír tal cosa.
– ¿Y qué pasó?
– Dijo que devolvería esas dos piezas al marchante y le diría que el museo no estaba interesado en su adquisición.
– ¿Y las otras?
– El museo las compró.
– ¿Al mismo marchante?
– Creo que sí.
– ¿Preguntaste quién era?
Esta pregunta valió a Brunetti otra de aquellas miradas.
– Esas cosas no se preguntan -explicó Lele.
Brunetti conocía a Lele de toda la vida, por lo que preguntó:
– ¿Te dijeron los conservadores quién era?
Lele se rió con franco regocijo, al ver dinamitada de modo tan fulminante su pose de escrupulosa discreción.
– Pregunté a uno de ellos, pero no tenían ni idea. Semenzato no mencionó el nombre.
– ¿Cómo sabía él que el marchante no trataría de vender los platos falsos a otro museo o a un coleccionista particular?
Lele esbozó su sonrisa torcida, doblando una comisura de los labios hacia abajo y la otra hacia arriba, la sonrisa que Brunetti siempre había pensado que simbolizaba el carácter italiano, siempre oscilando entre la amargura y la alegría, siempre pronta a pasar de una a otra.
– No me pareció oportuno mencionarlo.
– ¿Por qué?
– Nunca me ha parecido la clase de hombre al que le gusta que se le cuestione o aconseje.
– Pero te pidió que examinaras los platos.
Otra vez la sonrisa.
– Me lo pidieron los conservadores. Por eso digo que no le gustan los consejos. No le gustó que yo dijera que no eran auténticos. Me dio gentilmente las gracias por mi ayuda, dijo que el museo estaba en deuda conmigo. A pesar de todo, no le gustó.
– Interesante, ¿no? -comentó Brunetti.
– Mucho -convino Lele-; especialmente, en un hombre que está encargado de proteger la autenticidad de la colección del museo. Y -agregó- de asegurarse de que no haya falsificaciones circulando por el mercado. -Pasó por delante de Brunetti y cruzó la sala para enderezar un cuadro de la pared del fondo.
– ¿Alguna otra cosa que yo deba saber de él?
De espaldas a Brunetti, mirando su propio cuadro, Lele respondió:
– Me parece que son muchas las cosas que deberías saber de él.
– ¿Por ejemplo?
Lele retrocedió hacia Brunetti y contempló el cuadro a mayor distancia. Parecía satisfecho con la rectificación efectuada.
– Nada en concreto. En esta ciudad tiene muy buena reputación y amigos influyentes.
– Entonces, ¿a qué te refieres?
– Guido, éste nuestro es un mundo pequeño -empezó Lele, y se interrumpió.
– ¿Te refieres a Venecia o a los que tratáis en antigüedades?
– A ambos, pero especialmente a nosotros. En esta ciudad somos sólo unos cinco o diez los que contamos realmente: mi hermano, Bortoluzzi, Ravanello… Y casi siempre nos servimos de sugerencias e insinuaciones tan tenues que nadie que no estuviera al corriente sabría lo que pasa. -Al ver que Brunetti no comprendía, trató de explicar-: Hace una semana me trajeron una Virgen policromada con el Niño dormido en el regazo. Era una pieza siglo XV perfecta. Toscana. Quizá incluso finales del XIV. Pero el marchante que me la enseñaba levantó el Niño (eran tallas separadas) y señaló un punto de la espalda, debajo
del hombro, en el que se veía un parchecito diminuto. -Se quedó aguardando la reacción de Brunetti. En vista de que ésta no se producía, prosiguió-: Eso quiere decir que en un principio era un ángel, no un Niño. El parche tapaba el lugar donde, Dios sabe cuándo, le habían cortado las alas tapando con pasta la señal, para que pareciera un Niño Jesús.
– ¿Por qué?
– Porque hay más ángeles que Niños. Así, quitándoles las alas… -La voz de Lele se apagó.
– ¿…los ascendían de categoría? -preguntó Brunetti, que al fin había comprendido.
La carcajada de Lele resonó en toda la galería.
– Sí, eso es. Fue ascendido a Jesús, y el ascenso significaba que podría venderse más caro.
– Sin embargo, el marchante te lo enseñó.
– Ahí es donde yo quería ir a parar, Guido. Me lo dijo pero no me lo dijo, sólo me enseñó el pegotito, y lo mismo hubiera hecho con cualquiera de nosotros.
– ¿Pero no con un comprador cualquiera? -apuntó Brunetti.
– Quizá no -reconoció Lele-. La señal estaba muy bien disimulada, y muy pocos la hubieran descubierto. O no hubieran sabido qué significaba.
– ¿Lo hubieras sabido tú?
Lele asintió rápidamente.
– Antes o después, sí, si me hubiera llevado la talla a casa y hubiera vivido con ella.
– ¿Pero no el comprador accidental?
– Probablemente, él no.
– Entonces, ¿por qué te lo enseñó a ti?
– Porque pensó que, a pesar de todo, aún querría comprar la pieza. Y porque es importante que sepamos que, por lo menos entre nosotros, nadie trata de dar gato por liebre.
– ¿Hay alguna moraleja en todo esto, Lele? -preguntó Brunetti con una sonrisa. Desde niño, todo lo que le había dicho Lele encerraba una lección.
– No estoy seguro de que haya una moraleja, Guido, pero Semenzato no es miembro del club. No es uno de nosotros.
– ¿Y quién tomó la decisión, él o tú?
– No creo que eso lo decidiera alguien en particular. Y, desde luego, a mí nadie me ha dicho nada de él directamente. -Lele, hombre más de imágenes que de palabras, contemplaba, por el gran ventanal de la galería, los efectos de la luz en el canal-. Más que excluirlo deliberadamente, nunca lo consideramos uno de los nuestros.