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A su espalda se abrió una puerta, pero Flavia no se volvió para ver quién entraba. Otra enfermera. No un médico, seguramente; éstos eran aquí muy escasos. Al cabo de un momento, oyó una voz de hombre:
– ¿Signora Petrelli?
Ella volvió la cabeza, intrigada por quién podía ser y cómo la había encontrado aquí. En la puerta vio a un hombre más bien alto y corpulento, que le era vagamente familiar, pero no recordaba de qué. ¿Uno de los médicos de la planta o, mucho peor, un periodista? Se había quedado en la puerta, al parecer, esperando permiso para entrar y acercarse a Brett.
– Buenos días, signora -dijo el hombre, sin moverse-. Soy Guido Brunetti. Nos conocimos hace años.
Era el policía que había investigado el caso Wellauer de La Fenice. Ahora lo recordaba: no carecía de inteligencia, y Brett, por razones que Flavia no acababa de explicarse, lo encontraba simpático.
– Buenos días, dottor Brunetti -respondió Flavia ceremoniosamente, a media voz. Se levantó, miró a Brett para cerciorarse de que dormía y fue hacia él. Le tendió la mano que él estrechó brevemente.
– ¿Lo han asignado a esto? -preguntó ella. En cuanto lo hubo dicho, reparó en la agresividad del tono y la lamentó.
Él pasó por alto el tono y respondió la pregunta.
– No, signora, pero he visto el nombre de la dottoressa Lynch en el parte y quería saber cómo está. -Antes de que Flavia pudiera referirse a su tardanza, él explicó-: El caso fue encomendado a otra persona y no he visto el informe hasta esta mañana. -Miró a la mujer dormida, dejando que su mirada hiciera la pregunta.
– Está mejor -dijo Flavia. Dio un paso atrás y con un ademán lo invitó a acercarse a la cama. Brunetti cruzó la habitación y se paró detrás de la silla de Flavia. Dejó la cartera de mano en el suelo, apoyó las manos en el respaldo de la silla y miró la cara de la agredida. Finalmente, preguntó:
– ¿Qué ocurrió? -Había leído el informe y la declaración de Flavia, pero quería oír su versión directamente.
Flavia reprimió el impulso de decir que esto era precisamente lo que él debería estar averiguando, pero respondió, en voz baja:
– El domingo fueron a casa dos hombres, diciendo que eran del museo y que traían unos papeles para Brett. Ella les abrió la puerta. En vista de que pasaba el tiempo y ella no venía, salí al recibidor para ver qué la retenía y la vi en el suelo. -Mientras la mujer hablaba, él movía la cabeza afirmativamente; todo esto constaba en la declaración que ella había hecho a dos policías-. Yo tenía un cuchillo en la mano. Estaba picando verduras y se me olvidó que lo llevaba. Cuando vi lo que estaban haciendo, me lancé sobre ellos sin pensar y herí a uno. Creo que profundamente, en un brazo. Se fueron corriendo.
– ¿Robo? -preguntó él.
– Es posible. -Flavia se encogió de hombros-. Pero, ¿por qué hacerle eso? -preguntó agitando la mano en dirección a Brett.
Él asintió nuevamente.
– Es verdad, sí -murmuró y retrocedió hasta donde ella se había quedado-. ¿Hay objetos de valor en el apartamento? -preguntó con su voz normal.
– Supongo que sí. Hay alfombras, cuadros, porcelanas.
– ¿Entonces pudo tratarse de un intento de robo? -preguntó, y a Flavia le sonó como si tratara de convencerse a sí mismo.
– Dijeron que los enviaba el director del museo. ¿Cómo se habían enterado de la relación? -preguntó ella. Flavia nunca había creído que el robo fuera el motivo y cada vez que miraba la cara de Brett le parecía menos verosímil la explicación. Si este policía no lo entendía así, no entendería nada.
– ¿Son graves las lesiones? -preguntó él, eludiendo la respuesta-. No he tenido tiempo de hablar con los médicos.
– Costillas rotas y una fisura en la mandíbula, pero no hay señales de conmoción cerebral.
– ¿Ha podido hablar con ella?
– Sí. -Lo brusco de la respuesta le recordó que su última entrevista no fue muy amistosa.
– Lamento mucho lo ocurrido. -Lo dijo como particular, no como funcionario público.
Flavia aceptó la frase con una breve señal de asentimiento, pero no dijo nada.
– ¿Cree que la afectará? -La pregunta, formulada en estos términos, aludía al íntimo conocimiento que Flavia tenía de Brett, reconocía su capacidad para tomar el pulso espiritual de su amiga y descubrir la mella que pudiera dejarle el haber sido objeto de semejante agresión.
Flavia advirtió con sorpresa que sentía el impulso de darle las gracias por preguntar aquello y reconocer de este modo su papel en la vida de Brett.
– No; creo que no la afectará. -Y, desviando la conversación hacia el lado práctico-: ¿Qué dice la policía? ¿Han averiguado algo?
– No, por desgracia -dijo Brunetti-. Las descripciones que hizo usted de los dos hombres no corresponden a nadie que nosotros conozcamos. Hemos preguntado en los hospitales de aquí y de Mestre, pero no han curado a nadie de una herida de arma blanca en un brazo. Se están comprobando las huellas del sobre. -No le dijo que la sangre que cubría una de sus caras dificultaba la operación, ni que el sobre había resultado estar vacío.
Detrás de él, Brett se agitó, suspiró y volvió a quedar quieta.
– Signora Petrelli -empezó él, y se interrumpió, para elegir cuidadosamente las palabras-, me gustaría quedarme un rato al lado de ella, si usted no tiene inconveniente.
Flavia se preguntó, sorprendida, por qué la halagaría tanto que él aceptara con naturalidad lo que ella y Brett eran la una para la otra, y se sintió más sorprendida todavía al darse cuenta de que no tenía una idea clara de lo que eran realmente. Movida por estos pensamientos, tomó la silla que estaba detrás de la puerta y la puso al lado de la que ella había ocupado.
– Grazie -dijo él. Se sentó, se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos. A ella le pareció que estaba dispuesto a quedarse allí todo el día, si era necesario.
Él no hizo otro intento de conversar sino que permaneció callado, esperando acontecimientos. Ella se acomodó a su lado en la otra silla, sorprendida de no sentir necesidad de mantener una conversación, ni de mostrarse socialmente correcta. Simplemente, estaba allí. Pasaron diez minutos. Poco a poco, fue inclinando la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo de la silla, se quedó dormida y despertó con un sobresalto cuando la cabeza se le venció hacia adelante. Miró el reloj. Las once y media. Hacía una hora que él estaba allí.
– ¿Se ha despertado? -le preguntó.
– Sí, pero sólo unos minutos. No ha dicho nada.
– ¿Le ha visto?
– Sí.
– ¿Le ha reconocido?
– Sí, creo que sí.
– Bien.
Al cabo de un rato, él dijo:
– Signora, ¿no querría ir a casa un rato? ¿A comer algo, quizá? Yo me quedaré. Ella me ha visto con usted y si se despierta y me encuentra aquí no se alarmará.
Horas antes, Flavia había sentido hambre, pero ya se le había quitado por completo. Pero la sensación de fatiga y falta de aseo subsistía, y la idea de una ducha, toallas limpias, pelo limpio, ropa limpia casi la hizo suspirar de ansia. Brett dormía ¿y con quién estaría más segura que con un policía? La tentación era irresistible.
– Sí -dijo levantándose-. Pero no tardaré. Si se despierta, por favor, dígale a donde he ido.
– Descuide -dijo él levantándose a su vez mientras Flavia recogía el bolso y descolgaba el abrigo de detrás de la puerta. En el umbral, ella se volvió a mirarlo y se despidió con la primera sonrisa auténtica que le había dedicado desde que se conocían, y cerró la puerta con suavidad.
Cuando, aquella mañana, la signorina Elettra le entregó el informe del robo, él, viendo que el caso había sido asignado a la rama uniformada, lo dejó a un lado de la mesa casi sin mirarlo. Entonces ella dijo, antes de volver a su despacho:
– Me parece que eso le interesará, dottore.
La dirección no le decía nada, pero en una ciudad en la que sólo había seis distritos postales la
s direcciones tenían un significado muy relativo. Entonces el nombre le saltó a la vista: Brett Lynch. No sabía que hubiera vuelto de China y durante los años transcurridos desde la última vez que se habían visto no había vuelto a pensar en ella. Fue el recuerdo de aquella última entrevista y de los hechos que la precedieron lo que esta mañana lo había traído al hospital.
La hermosa joven a la que había conocido años atrás estaba irreconocible, hubiera podido confundirla con cualquiera de las docenas de mujeres maltratadas a las que había visto desde que estaba en la policía. Mientras la miraba, hacía mentalmente la lista de los hombres a los que sabía capaces de esta clase de violencia contra una mujer, no contra una mujer conocida sino una mujer con la que se tropezaran mientras cometían un delito. La lista era muy corta: uno estaba en una cárcel de Trieste y el otro, en Sicilia, o supuestamente en Sicilia. La lista de los que hacían eso a las mujeres a las que conocían era mucho más larga y varios de ellos estaban en Venecia, pero él dudaba que alguno la conociera o que, conociéndola, tuviera algún motivo para hacerle esto.
¿Un robo? La signora Petrelli dijo a los dos policías que la interrogaron que los dos hombres que habían ido al apartamento no sabían que hubiera allí otra persona, por lo que la agresión no tenía explicación. Si hubieran ido con intención de robar, hubieran podido atar a Brett o encerrarla en una habitación y luego llevarse tranquilamente todo lo que quisieran. Ninguno de los ladrones a los que él conocía hubiera hecho eso. Y, si no era robo, ¿qué era?
Como ella no había abierto los ojos, él se sobresaltó al oír su voz:
– Mi dai da bere?
Sorprendido, se inclinó hacia la cama.
– Agua.
En la mesita de noche él vio un jarro de plástico y un vaso con una paja. Llenó el vaso y le sostuvo la paja entre los labios hasta que ella hubo bebido toda el agua. Al retirársela, vio la jaula de alambre que le ataba los maxilares. Esto explicaba su manera de hablar arrastrando las sílabas. Esto y los calmantes.
Ella abrió el ojo derecho, de un azul más intenso que la piel de alrededor.
– Gracias, comisario. -El párpado se cerró un momento, volvió a abrirse-. Extraño lugar en el que volver a vernos. -A causa de los alambres, su voz sonaba como si saliera de una radio mal sintonizada.
– Sí -convino él, sonriendo ante lo absurdo de la observación, su convencionalismo banal.
– ¿Y Flavia? -preguntó ella.
– Se ha ido a casa un momento. Volverá enseguida.
Brett movió la cabeza en la almohada y él oyó el brusco jadeo. Al cabo de un momento, ella preguntó.
– ¿Por qué ha venido?
– He visto su nombre en el informe de delitos y he venido a ver cómo estaba.
Sus labios se movieron ligeramente, quizá insinuando una sonrisa, cortada por el dolor.
– No muy bien.
Se hizo un silencio que se alargó hasta que él, a pesar de su propósito de no hacer preguntas, dijo:
– ¿Recuerda qué ocurrió?
Ella hizo un sonido de asentimiento y empezó a explicar:
– Traían unos papeles del dottor Semenzato del museo. -Él asintió, conocía el nombre y al hombre-. Les abrí la puerta. Y entonces… -Su voz se apagó y después agregó-: Empezaron con esto.
– ¿Le dijeron algo?
Ella cerró el párpado y tardó en contestar. Él no sabía sí trataba de recordar o de decidir si se lo contaba. Tanto tardaba la respuesta que él ya pensaba que ella había vuelto a dormirse cuando, al fin, la oyó decir:
– Me dijeron que no fuera a la cita.
– ¿Qué cita?
– La que tenía con Semenzato. -Así pues, no fue un intento de robo. Él no dijo nada. No era el momento de insistir. Ahora no.
Con la voz más ronca y fatigada por momentos, ella explicó:
– Esta mañana, en el museo. Las cerámicas de la exposición de China. -Se hizo una pausa. Ella se esforzaba por mantener el ojo abierto-. Conocían mi relación con Flavia. -Después de esto, su respiración se hizo más lenta y profunda y él vio que había vuelto a dormirse.
Se quedó mirándola mientras trataba de encontrar sentido a lo que ella le había dicho. Semenzato era el director del museo del palazzo Ducal. Había sido el museo más famoso de Venecia hasta la reapertura del palazzo Grassi después de su restauración, y Semenzato, el más importante de sus directores. Quizá aún lo era. Al fin y al cabo, el palazzo Ducal había montado la exposición del Tiziano, mientras que todo lo que el palazzo Grassi había presentado durante los últimos años era Andy Warhol y los celtas, ambas exposiciones, eventos de la «nueva» Venecia y, por consiguiente, productos más del bombo mediático que de una seria preocupación artística.
Brunetti recordó que, unos cinco años atrás, Semenzato había ayudado a organizar la exposición de arte chino y que Brett Lynch había actuado de enlace entre la administración de la ciudad y el Gobierno chino. Él había visitado la exposición mucho antes de conocer a Brett y aún recordaba algunas de las piezas: los soldados de terracota de tamaño natural, un carro de bronce y una cota de malla decorativa construida con miles de piezas de jade engarzadas entre sí. También había pinturas, pero éstas le habían parecido aburridas: sauces llorones, hombres con barba y el consabido puentecito de filigrana. La estatua del soldado, no obstante, lo había impresionado, y recordaba haberse quedado mucho rato delante de ella, contemplando la cara y leyendo en ella lealtad, valentía y honor, señales distintivas de un pueblo que durante dos milenios había dominado medio mundo.
Brunetti había hablado con Semenzato en varias ocasiones y le parecía un hombre inteligente y agradable, con esa pátina de afabilidad que adquieren con los años los hombres que ocupan cargos públicos. Semenzato descendía de una antigua familia veneciana y tanto él como sus varios hermanos se dedicaban a las antigüedades, al arte o al comercio en este sector.
Puesto que Brett había concertado la exposición, era lógico que, a su regreso a Venecia, se entrevistara con Semenzato. Lo que no tenía sentido era que alguien tratara de impedir la entrevista y que para ello recurriera a medios tan brutales.
Una enfermera con un montón de sábanas y toallas entró sin llamar y pidió a Brunetti que saliera mientras bañaba a la paciente y le cambiaba las sábanas. Evidentemente, la signora Petrelli se había movido entre el personal del hospital, cuidando de hacer llegar sobrecitos, bustarelle, a manos de las personas clave. A falta de tales «atenciones», en aquel hospital no se dispensaban a los pacientes ni los servicios más elementales y, a veces, aun con ellas, eran los familiares los que tenían que alimentar y bañar al enfermo.
Él salió al pasillo y se acercó a una ventana que daba al patio central, parte del primitivo monasterio del siglo XV. Al otro lado se levantaba el nuevo pabellón, construido e inaugurado a bombo y platillo: medicina nuclear, la tecnología más avanzada de toda Italia, los médicos más eminentes, un nuevo concepto en la atención sanitaria en beneficio de los ciudadanos de Venecia, que tantos impuestos pagaban, por cierto. No se había regateado en inversión; el edificio era una maravilla arquitectónica, con unos altos pórticos de mármol que daban una réplica moderna a los delicados arcos del campo Santi Giovanni e Paolo por los que se accedía al edificio principal.
Se celebró la ceremonia de la inauguración, hubo discursos, acudió la prensa, pero el edificio aún estaba sin estrenar. No tenía desagües. Ni drenajes ni responsables de su falta. ¿El arquitecto había olvidado dibujarlos en los planos, o los constructores habían olvidado instalarlos? Lo cierto era que la responsabilidad no había recaído en nadie y que, a un edificio ya terminado, habría que añadir ahora los desagües, con un enorme gasto adicional.
La impresión de Brunetti era que se trataba de un montaje planeado desde el mismo inicio del proyecto, a fin de que el constructor consiguiera no sólo el contrato para edificar el nuevo pabellón sino también, más adelante, el encargo de destruir buena parte de lo hecho, a fin de instalar las olvidadas tuberías.
¿Era para reír o para llorar? De
spués de la inauguración, que no inauguró nada, el edificio se dejó sin protección, y los vándalos habían entrado y dañado parte del equipo, por lo que ahora el hospital tenía que pagar a unos guardias que patrullaban por corredores desiertos, mientras los pacientes que precisaban los tratamientos que el centro hubiera debido procurarles eran enviados a otros hospitales, puestos en lista de espera o tenían que buscar asistencia en clínicas particulares. Ya no recordaba Brunetti los miles de millones de liras que se habían gastado. Y, si querías que te cambiaran las sábanas, tenías que sobornar a las enfermeras.
Por el fondo del patio apareció entonces Flavia Petrelli. Nadie la reconocía, pero todos los hombres la miraban. Se había puesto un vestido color púrpura de falda larga que se ondulaba al andar. Llevaba colgado de un hombro un abrigo de piel, aunque no de algo tan prosaico como el visón. Mientras la seguía con la mirada, Brunetti recordó, de una novela leída años atrás, la descripción de la entrada de una mujer en un hotel. Estaba tan segura de la atención que su dinero y su posición le garantizaban, que se quitaba el abrigo de visón dejándolo caer hacia atrás sin molestarse en mirar si había algún criado preparado para sostenerlo. Flavia Petrelli no necesitaba leer estas cosas en los libros; ella estaba absolutamente segura de cuál era su lugar en el mundo.
La vio entrar por uno de los pórticos que conducían a las plantas superiores y observó que subía los peldaños de dos en dos, con una prisa que desentonaba tanto del vestido como del abrigo de piel.
Al cabo de unos segundos, aparecía en la escalera y, al verlo fuera de la habitación, se le crispó la cara.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó yendo hacia él rápidamente.
– Nada. Ha venido una enfermera.
Ella entró en la habitación sin molestarse en llamar. Minutos después, salía la enfermera con una brazada de ropa y una palangana de hierro esmaltado. Él esperó un poco, llamó a la puerta y oyó que le invitaban a entrar.
Vio que la cabecera de la cama había sido mínimamente levantada y que Brett estaba un poco incorporada, con la cabeza apoyada en unas almohadas. Flavia, a su lado, sostenía el vaso del que ella bebía con la boquilla. El efecto de su cara era menos impresionante, ya fuera porque él había tenido tiempo para acostumbrarse, ya porque ahora podía ver zonas que no estaban desfiguradas.