Aqua alta Page 11
– ¿Y la exposición que se hizo aquí? ¿Le ayudó a usted a montarla? -Se oía a Flavia trajinar en el otro extremo del apartamento, ruido de cajones y armarios que se abrían y cerraban y tintineo de copas.
– Muy poco. Ya le he dicho que para las inauguraciones en Nueva York y en Londres hice viajes relámpago desde Xian, y aquí también vine para la inauguración. -Él creía que ya había terminado de hablar pero entonces ella agregó-: Y me quedé un mes.
– ¿Tenía mucho contacto con él?
– Muy poco. Mientras se montaba la exposición él estuvo de vacaciones y luego, cuando volvió, tuvo que ir a Roma a hablar con el ministro para un intercambio con el Brera de Milán en relación con otra exposición que tenían en proyecto.
– Pero algún trato personal tendría con él mientras tanto, ¿no?
– Sí. Era un hombre simpático y, dentro de lo posible, complaciente. Me dio carta blanca en la exposición, dejando que la montara a mi gusto. Luego, cuando se clausuró, hizo otro tanto por mi ayudante.
– ¿Su ayudante? -preguntó Brunetti.
Brett lanzó una mirada a la cocina y respondió:
– Matsuko Shibata, una japonesa que me ayudaba en Xian, prestada por el Museo de Tokio, en régimen de intercambio entre los Gobiernos japonés y chino. Había estudiado en Berkeley y regresado a Tokio al licenciarse.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Brunetti.
Ella se inclinó sobre el libro y volvió a hojearlo hasta que su mano se detuvo junto a un delicado biombo japonés con una pintura de garzas que volaban sobre altos bambúes.
– Murió. Sufrió un accidente en la excavación.
– ¿Qué ocurrió? -Brunetti habló en voz baja, consciente de que la muerte de Semenzato hacía que Brett empezara a ver este accidente a una luz distinta.
– Una caída. La excavación de Xian es poco más que una fosa cubierta por una especie de hangar de aviación. Las estatuas de los soldados del ejército que el emperador quería llevar consigo a la eternidad estaban sepultadas. En algunos sitios habíamos tenido que excavar tres o cuatro metros para llegar hasta ellas. Hay un camino alrededor de la excavación, con un murete, para que los turistas no se caigan o no nos echen tierra encima con los pies mientras estamos trabajando. Pero en algunas zonas en las que no se permite la entrada a los turistas, no hay muro. Matsuko cayó… -empezó, pero Brunetti observó cómo las nuevas posibilidades que se le aparecían le hacían modificar los términos-. El cuerpo de Matsuko fue hallado al pie de uno de estos lugares. Se había desnucado al caer desde una altura de tres metros. -Miró a Brunetti y reconoció francamente sus nuevas dudas cambiando la última frase-: La encontraron en el fondo, con el cuello roto.
– ¿Cuándo ocurrió?
Sonó una detonación en la cocina. Sin pensar, Brunetti se levantó dando media vuelta y se agachó situándose entre Brett y la puerta de la cocina. Ya sacaba el revólver de debajo de la americana, cuando Flavia gritó: «Porco vacca» y ambos oyeron el inconfundible siseo del champaña que brota de la botella, seguido del chapoteo del líquido en el suelo.
Él soltó la pistola y volvió a sentarse sin decir nada a Brett. En otras circunstancias, hubiera sido gracioso, pero ninguno de los dos se rió. Por tácito acuerdo, decidieron pasarlo por alto, y Brunetti repitió la pregunta:
– ¿Cuándo ocurrió?
Decidida a ahorrar tiempo respondiendo a todas sus preguntas de inmediato, ella dijo:
– Fue unas tres semanas después de mi primera carta a Semenzato.
– ¿Cuándo fue eso?
– A mediados de diciembre. Llevé su cadáver a Tokio. Es decir, fui con él. Con ella. -Calló; le secó la voz un recuerdo que no iba a compartir con Brunetti-. Yo iba a pasar la Navidad en San Francisco -prosiguió-. Así que salí antes y estuve tres días en Tokio. Vi a su familia. -Otra larga pausa-. Luego seguí viaje a San Francisco.
Flavia salió de la cocina sosteniendo en equilibrio con una mano una bandeja de plata con tres flautas de champaña y con la otra, agarrándola por el cuello como si fuera una raqueta de tenis, una botella de Dom Pérignon.
Aquí, con el champaña de media mañana, no se escatimaba.
Había oído las últimas palabras de Brett y preguntó:
– ¿Estabas contando a Guido nuestra feliz Navidad? -El empleo del nombre de pila no pasó inadvertido a ninguno de ellos, ni el énfasis con que pronunció «feliz».
Brunetti tomó la bandeja y la puso en la mesa, y Flavia escanció el champaña con liberalidad. La espuma rebosó de una de las copas, resbaló por el cristal, cayó a la bandeja, se salió por el borde y corrió hacia el libro que seguía abierto. Brett lo cerró con un movimiento rápido y lo puso a su lado en el sofá. Flavia dio una copa a Brunetti, puso otra en la mesa, delante del sitio que ella había ocupado y pasó la tercera a Brett.
– Cin Cin -brindó Flavia con vivaz artificio, y los tres levantaron las copas-. Si hay que hablar de San Francisco, voy a necesitar el champaña. -Se sentó frente a ellos y tomó lo que era más que un sorbo.
Brunetti la miró interrogativamente y ella se apresuró a explicar:
– Yo cantaba allí. Tosca. Dios, qué desastre. -Con un ademán tan teatral que hacía burla deliberada de sí misma, se llevó el dorso de la mano a la frente, cerró los ojos un momento y prosiguió-: El director era alemán y tenía un «concepto». Desgraciadamente, su concepto consistía en actualizar la ópera para darle «significado» -palabra en la que imprimió vivo desdén- situándola durante la revolución rumana y atribuyendo a «Scarpia» la personalidad de Ceaucescu, o como quiera que aquel hombre horrible lo pronunciara. Yo debía ser la reina diva, pero no de Roma sino de Bucarest. -Se tapó los ojos con una mano pero siguió hablando-. Recuerdo que había tanques y metralletas y, en un momento de la obra, yo tenía que esconderme una granada en el escote.
– No olvides el teléfono -dijo Brett cubriéndose la boca con los dedos y apretando los labios para no reír.
– Ay, cielos, el teléfono, lo había olvidado; eso dice lo mucho que me he esforzado por sacármelo de la cabeza. -Miró a Brunetti, tomó un trago de champaña como si fuera agua mineral y prosiguió con la mirada animada por el recuerdo-. Durante el «Visse d'arte», el director quería que tratara de pedir ayuda por teléfono. De modo que allí me tenéis, echada en un sofá, tratando de convencer a Dios de que no merezco lo que me pasa, y la verdad es que no lo merecía, cuando «Scarpia», que creo que era rumano auténtico: por lo menos, nunca entendí ni palabra de lo que decía. -Hizo una pausa y añadió-: Ni de lo que cantaba.
Brett intervino para puntualizar:
– Era búlgaro, Flavia.
El ademán de Flavia, aún con la copa en la mano, era displicente:
– Da lo mismo, cara. Todos parecen unos rústicos y apestan a paprika. Y todos gritan de un modo… especialmente, las sopranos. -Terminó su champaña e hizo una pausa mientras volvía a llenarse la copa-. ¿Dónde estaba?
– En el sofá, me parece, suplicando a Dios -apuntó Brett.
– Ah, sí. Entonces «Scarpia», un hombretón patoso, tropieza con el cable del teléfono y lo arranca de la pared. Y aquí me tenéis, echada en el sofá, con la comunicación con Dios cortada. Al otro lado del barítono, entre bastidores, el director gesticulaba como un poseso. Creo que pretendía que volviera a conectar la línea e hiciera la llamada a todo trance. -Tomó un sorbo, sonrió a Brunetti con una afabilidad que lo impulsó a llevarse a su vez la copa a los labios y continuó-: Pero un artista ha de tener sus normas -y, mirando a Brett-: o, como decís los americanos, trazar una raya en la arena. -Aquí se detuvo, y Brunetti se sintió obligado a preguntar:
– ¿Qué hizo entonces?
– Agarré el teléfono y canté por él como si el hilo siguiera enchufado a la pared y hubiera alguien al otro extremo. -Puso la copa en la mesa, se levantó, abrió los brazos en actitud angustiada y, sin más preparativos, se puso a cantar las últimas frases del aria-. «Nell'ora del dolor perchè, Signor, ah, perchè me ne rimuneri così?» -¿Cómo lo hacía? Estar hablando y, de improviso, la
nzar unas notas tan sólidas.
Brunetti se echó a reír salpicándose la camisa de champaña. Brett dejó su copa en la mesa y se oprimió los lados de la boca con las manos.
Flavia, con la expresión de quien entra en la cocina para ver cómo está el guiso y lo encuentra en su punto, volvió a sentarse y continuó el relato.
– «Scarpia» tuvo que volverse de espaldas al público porque no podía contener la risa. Era la primera vez en un mes que me caía simpático. Casi sentí tener que matarlo minutos después. En el entreacto, el director se puso histérico y me gritó que había arruinado su puesta en escena y juró que nunca volvería a trabajar conmigo. Eso se ha cumplido, desde luego. Las críticas fueron terribles.
– Flavia -reconvino Brett-, fueron terribles las críticas del montaje, las de tu actuación fueron estupendas.
Como si hablara con una niña, Flavia explicó:
– Mis criticas siempre son estupendas, cara. -Así, sencillamente. Miró a Brunetti-. Fue en pleno fiasco cuando llegó ella -dijo señalando a Brett-. Venía a pasar la Navidad conmigo y con mis hijos. -Movió la cabeza negativamente varias veces-. Venía de llevar el cadáver de aquella muchacha a Tokio. No fue una Navidad feliz.
Brunetti, a pesar del champaña, seguía deseando saber más acerca de la muerte de la ayudante de Brett.
– ¿Alguien pensó que podía no haber sido un accidente?
Brett movió la cabeza negativamente. Al parecer, había olvidado la copa que tenía delante.
– No. Casi todos nosotros habíamos resbalado alguna vez al borde de la excavación. Uno de los arqueólogos chinos se había caído un mes antes y se había roto el tobillo. En aquel momento, todos creímos que había sido un accidente. Hubiera podido ser un accidente -añadió sin convicción.
– ¿Colaboró ella en la exposición aquí? -preguntó Brunetti.
– En el montaje, no. Para eso vine yo sola. Pero Matsuko supervisó el embalado de las piezas cuando salieron para China.
– ¿Estaba usted aquí?
Brett titubeó largamente, miró a Flavia, bajó la cabeza y respondió:
– No; no estaba.
Flavia alargó la mano hacia la botella y echó más champaña en las copas, aunque la única que necesitaba el rellenado era la suya.
Todos callaron durante un rato, hasta que Flavia, mirando a Brett, más que preguntar declaró:
– ¿Ella no hablaba italiano, verdad?
– No -respondió Brett.
– Pero tengo entendido que tanto ella como Semenzato hablaban inglés.
– ¿Y eso qué importa? -preguntó Brett con un deje de irritación en la voz que Brunetti intuyó sin poder detectar.
Flavia hizo chasquear la lengua y miró a Brunetti fingiendo exasperación.
– Quizá sea verdad lo que dice la gente de nosotros, los italianos, quizá seamos más comprensivos que otros con la falta de integridad. Usted lo comprende, ¿verdad?
Él asintió.
– Eso significa -explicó a Brett, viendo que Flavia callaba- que ella no podía entenderse con la gente de aquí más que a través de Semenzato. Los dos tenían un idioma común.
– Un momento -dijo Brett. Ahora comprendía lo que querían decir, pero tampoco le gustaba-. ¿Así que Semenzato es culpable, sin más, y Matsuko también? ¿Sólo porque los dos hablaban inglés?
Ni Brunetti ni Flavia contestaron.
– Yo trabajé tres años con Matsuko -insistió Brett-. Ella era arqueóloga y conservadora. Ustedes dos no pueden decidir que fuera una ladrona, no pueden erigirse en juez y jurado y, sin más información ni más pruebas, decidir que era culpable. -Brunetti observó que no parecía tener inconveniente en admitir la culpabilidad que ellos atribuían también a Semenzato.
Seguían sin responder. Transcurrió casi un minuto. Finalmente, Brett se recostó en el sofá, luego extendió el brazo y tomó la copa. Pero no bebió sino que hizo girar el champaña y volvió a dejar la copa en la mesa.
– La cuchilla de Occam -dijo finalmente con resignación en la voz.
Brunetti esperaba que Flavia pudiera explicarle estas palabras, pero ella no dijo nada, por lo que tuvo que preguntar:
– ¿La cuchilla de quién?
– Guillermo de Occam -repitió Brett, sin apartar los ojos de la copa-. Fue un filósofo medieval, inglés, según creo. Tenía la teoría de que la explicación correcta de cualquier problema suele ser la que hace el uso más simple de la información disponible.
Brunetti no pudo menos que pensar que el tal signor Guillermo no era italiano, evidentemente. Miró a Flavia y en su forma de arquear la ceja leyó el mismo pensamiento.
– Flavia, ¿no podría beber otra cosa, por favor? -preguntó Brett tendiendo la copa semillena. Brunetti percibió la vacilación de Flavia, la suspicacia con que lo miró a él y luego otra vez a Brett, y le recordó la mirada de Chiara cuando se le pedía que hiciera algo que la obligaba a salir de la habitación en la que él y Paola iban a hablar de algo de lo que no querían que ella se enterase. Con un movimiento airoso, Flavia se levantó, recogió la copa y se alejó camino de la cocina, deteniéndose en la puerta para decir por encima del hombro:
– Te traeré agua mineral y procuraré tardar mucho en abrir la botella. -Y desapareció dando un portazo.
Brunetti se preguntaba a qué se debía todo aquello.
Cuando Flavia se fue, Brett se lo dijo:
– Matsuko y yo éramos amantes. No se lo he dicho a Flavia, pero lo sabe. -Un golpe seco que llegó de la cocina lo ratificó.
– Empezó en Xian, un año después de que ella llegara a la excavación. -Y, para mayor claridad-: Juntas preparamos la exposición, y ella escribió un texto para el catálogo.
– ¿De quién partió la idea de que ella colaborara en la exposición? -preguntó Brunetti.
Brett estaba violenta y no trataba de disimularlo.
– ¿De mí? ¿De ella? No lo recuerdo. Vino rodado. Lo hablamos una noche. -Se puso colorada bajo sus cardenales-. Por la mañana, estaba decidido que ella escribiría el artículo y que iría a Nueva York para ayudar a montar la exposición.
– ¿Pero usted vino a Venecia sola?
Ella asintió.
– Después de la inauguración en Nueva York, las dos regresamos a China. Yo volví a Nueva York para la clausura y Matsuko fue a Londres a ayudarme a preparar la exposición allí. Inmediatamente después, volvimos a China las dos. Luego yo volé otra vez a Londres para preparar el transporte de las piezas a Venecia. Yo creí que ella se reuniría aquí conmigo para la inauguración, pero se negó, dijo que quería… -Aquí su voz se quebró, y ella tuvo que carraspear antes de repetir-: Dijo que quería que por lo menos esta etapa de la exposición fuera sólo mía y que no vendría.
– Pero vino después de la clausura, ¿no? ¿Cuando había que enviar las piezas de vuelta a China?
– Vino de Xian para tres semanas -dijo Brett. Calló y se miró las manos fuertemente enlazadas-. No lo puedo creer, no lo puedo creer -murmuró, de lo que Brunetti dedujo que sí lo creía-. Entonces, cuando ella vino, todo había terminado ya entre nosotras. Yo había conocido a Flavia en la inauguración. Se lo dije a Matsuko cuando regresé a Xian, aproximadamente un mes después de que se inaugurara la exposición aquí, en Venecia.
– ¿Cómo reaccionó ella?
– ¿A usted qué le parece, Guido, cómo iba a reaccionar? Era lesbiana, casi una niña, a caballo entre dos culturas, criada en el Japón y educada en Estados Unidos. Cuando volví a Xian desde Venecia, después de estar fuera casi dos meses, y le enseñé el catálogo con su artículo en italiano, lloró. Había ayudado a montar la exposición más importante en este campo que se había celebrado en décadas, estaba enamorada de su jefa y creía que su jefa lo estaba de ella. Y entonces llego yo de Venecia, tan satisfecha, y le digo que lo nuestro ha terminado, que me he enamorado de otra, y cuando ella me pregunta por qué, yo, como una estúpida, me pongo a hablar de cultura, de la dificultad de llegar a entender realmente a alguien de una cultura diferente. Le dije que Flavia y yo compartíamos una misma cult
ura, y ella y yo, no. -Otro fuerte golpe en la cocina fue suficiente para evidenciar la falsedad del pretexto.
– ¿Ella cómo reaccionó?
– Si hubiera sido Flavia, creo que me hubiera matado. Pero Matsuko, por mucho tiempo que hubiera pasado en América, era japonesa. Se inclinó profundamente y salió de mi despacho.
– ¿Y desde entonces?
– Desde entonces fue la ayudante perfecta. Formal, distante y eficaz. Era muy competente. -Hizo una pausa larga y dijo en voz baja-: No me gusta lo que le hice, Guido.
– ¿Por qué vino ella a Venecia para encargarse del envío de las piezas a China?
– Yo estaba en Nueva York -dijo Brett como si esto fuera suficiente explicación. Para Brunetti no lo era, pero optó por dejar las aclaraciones para más adelante-. Llamé a Matsuko y le pedí que viniera a supervisar el embalado y el envío de las cosas a China.
– ¿Y ella accedió?
– Era mi ayudante, ya se lo he dicho. La exposición significaba tanto para ella como para mí. -Al oír cómo sonaban sus propias palabras, Brett agregó-: Por lo menos, eso pensaba yo.
– ¿Y qué me dice de la familia de Matsuko? -preguntó él.
Evidentemente sorprendida, Brett preguntó:
– ¿Su familia?
– ¿Son ricos?
– Ricca sfondata -respondió. Riqueza sin límites-. ¿Por qué le interesa?
– Para saber si lo hizo por dinero -explicó.
– No me gusta esa manera suya de dar por descontado que ella estaba involucrada en esto -protestó Brett, pero débilmente.
– ¿Ya se puede volver sin peligro? -gritó Flavia desde la cocina.
– Basta, Flavia -replicó Brett ásperamente.
Flavia volvió con un vaso de agua mineral en el que subían alegremente las burbujas. Lo puso delante de Brett, miró el reloj y dijo:
– Es hora de las píldoras. -Silencio-. ¿Quieres que te las traiga?
Bruscamente, Brett golpeó con el puño la mesa de mármol, provocando un tintineo de la bandeja y una erupción de burbujas en todos los recipientes.